Frente a las formas en las que se revela la violencia en la vida cotidiana, frente a los fanatismos y pasajes al acto sin contemplaciones, podemos detenernos a pensar la infancia y sus avatares como ese lugar vital en el que se puede favorecer o atentar contra esa subjetividad y sus rasgos más originales…o favorecer la construcción de una identidad.
JoJo Rabbit (Waititi, 2019) adaptación cinematográfica de la novela de la belga Christine Leunens y dirigida por el neozelandés Taika Waititi, es un bello testimonio de los efectos de una infancia que atraviesa la rígida y avasallante educación dentro del régimen de sumisión y domesticación del régimen nazi, y nos hace pensar cómo toda intervención/educación que se direccione a ejercer ese poder, de dominación sobre el cuerpo/cerebro- de un niño produce no sólo una imprevisible ruptura/crisis subjetiva, más allá de los irrevocables estragos y devastación social.
El film ficciona, con un magistral uso del absurdo y la insolencia, la vivencia de un niño que entra en conflicto con los ideales y los preceptos dominantes de la educación de las juventudes hitlerianas de la Alemania nazi sumergida en la ceguera de la guerra.
Y el trabajo de escritura que realiza el niño como modo de tratar lo indecible, lo imposible de nombrar, aquello diferente para cada ser hablante, le permite ir construyendo, poco a poco una manera de lidiar con lo más dispar a uno mismo, eso rechazado y odiado, lo que no es igual al conjunto, hasta podríamos decir hoy, lo femenino mismo.
Encarnado esto en la joven judía, representando la astucia femenina, con ese valor algo desenfrenado pero también portadora de una debilidad tolerada, da lugar a los circuitos de la palabra, a sus metáforas y metonimias, a la escritura como modo de tratar aquello que no tiene representación -la muerte, el amor y lo más heterogéneo para cada ser humano.
Por otro lado, la vía de la nominación, esa que encuentra a partir de sus propias fragilidades que lo conducen al hallazgo de sus rasgos más genuinos, apropiándose de su propio talento de empatizar con los más frágiles, esa que su patético amigo invisible intenta realzar frente a la burla brutal del entorno, haciendo asomar su propio rechazo a igualarse a la ferocidad aniquiladora del Otro, y a la vez su arrojo de encontrar una nueva y desigual filiación.
Ese “doble” imaginario sufre de sus mismos síntomas, turbaciones, confusiones, miedos y debilidades más acuciantes, reflejando el falaz intento de un régimen despótico de imponer una autoridad que sólo iguala ciegamente, produciendo torpes identificaciones defensivas.
El resultado podría ser una infancia alienada, sin palabras, sin preguntas, en una pura repetición automatizada de estereotipos, sin singularidad y creatividad.
Pero Jojo (Roman Griffin Davis) encuentra el coraje y el gusto de zambullirse en las palabras vía un lazo amoroso, (el de la madre y el de la joven, más del lado femenino) que lo agarra a la vida por sus propias insignias, apartándose del régimen del patriarcado dominal, para ir más allá, diría, en busca de su propio circuito del deseo, ese que emerge en la exploración y consentimiento a una identidad.
 
											
				