La normalidad es un camino pavimentado:
es cómodo para caminar, pero nunca crecerán flores en él.
Vincent Van Gogh
Con esta frase de Van Gogh comienza la serie mexicana La casa de las flores (Netflix: 2018-2020). Y si algo no falta en la serie son flores que intentan objetar el pavimento de la normalidad supuesta. Pero lo hace de un modo tan simple y evidente que lejos de estar todo a la luz como parecería en un primer momento, multiplica la carta robada a la vista de todos de manera tal que no ha dejado de producir tinta y conversaciones entre los que, como yo, nos hemos enganchado capítulo tras capítulo.
Cada escena es como una especie de meme en vivo presto para hacernos reír y compartir con otros -las redes sociales fueron grandes aliadas de su éxito- “sin saber del todo si Caro”[1] intenta hacer una muy buena comedia negra o si su intención es escribir una serie muy mala que sea altamente disfrutable.[2] Así, en una saturación que toma por asalto las retinas y los oídos en su desmesura de colores, acentos y clichés, también enreda al extremo del ridículo más de una vez, los múltiples sentidos previsibles, abarrotándonos de lugares comunes y extraviándonos por momentos de la idea de hacia dónde pretende llegar la apuesta. Es donde encuentro un punto de altísimo interés para nosotros, psicoanalistas, a la hora de escuchar día tras día en nuestras consultas, relatos de sufrimientos, anhelos, impasses, de vidas en fin, en la época que pareciera estar signada por lo que nuestro colega Gorostiza (2015) llamó “el hombre sin secretos”.
De entrada tenemos flores, y no es una casa la de las flores sino dos: primer secreto que pone a vacilar a todos los personajes que se nos presentan en el primer capítulo. La casa grande, de la tradicional familia oficial, rica, perfecta, cuya fortuna dizque se sostiene de su elegante floristería, regenteada por la matriarca de esa familia y situada en el corazón de uno de los barrios más acomodados de la Ciudad de México. Claro está que esa familia no será ni tradicional, ni tan elegante, ni rica, menos aún perfecta. Y si hubiera dudas, el suicidio de la amante del señor de la casa, en plena fiesta familiar -esto es, llena de invitados y hasta medios de comunicación, como corresponde-, revela el primer secreto de las decenas que se irán desempolvando a la largo de las 3 temporadas: la casa chica, la otra casa de las flores, un cabaret situado en las antípodas de la ciudad, en un barrio claramente signado por una clase social más baja y regenteado por esta amante, que trae la novedad de una hija pequeña fruto de esta relación y la sorpresa de que es de allí de donde, durante años, se ha sostenido económicamente en verdad a toda la familia. No seguiré con la historia que seguramente podrán ver si no lo han hecho. Tomaré algunos hilos de lo que a mi modo de ver esta serie ilumina para pensar nuestra práctica actual.
“La vida da muchas vueltas, unas a favor y otras en contra” dice la voz en off de Roberta (Claudette Maillé), la amante que se acaba de suicidar. Caro muestra y se muestra pero sin darse a ver del todo aún en esa multiplicación de mostraciones. No oculta sus referencias -de otras series, de películas, del estilo Almodóvar-, no teme a una trama harto previsible, ni a la exageración de personajes y pelucas. Hace un homenaje a la telenovela mexicana en el formato serie de moda, con las piezas arqueológicas de lo que hubo -Verónica Castro incluida-, y con las novedades de los temas que le interesan y el modo de contarlos: todo a la luz. La homosexualidad, lo trans, las clases sociales y su tensión largamente actual, los amores, desamores, engaños, desengaños, las drogas, la segregación, la corrupción y su condena a los más débiles, las pérdidas, las apariencias, los cuerpos que gozan y las imágenes con que se visten esos goces, mezclas variopintas de placeres y dolores, muchos de ellos tan crudos que solo por la comedia parece que pueden mostrarse como son. “El dolor ante una pérdida nunca será mitigado por una llegada” dice otra vez la voz en off. Y efectivamente en medio de tanto ruido y brillantina, la seriedad de los dolores con los que cada uno se la tiene que ver en su vida no se compensa por ninguna de las opciones prêt-à-porter a las que unos y otros recurren: el consumo, la autoayuda, el dinero, los atajos de la época, la exposición pública, ni siquiera la parodia de los “psi” que tampoco falta. El dolor no se mitiga si no se toma seriamente, esto es con la dignidad de su letra.
“-¡¿Por qué te cortaste el pelo?! –
-Para no cortarme las venas.”- La escena da risa. Y es muy seria.
Renovarse o morir, tanto como el “just do it”, es un imperativo que la época impone con sus propias formas. Verdad de perogrullo que nos convoca a pensar de qué vueltas se trata, cada vez, para cada uno, en cada circunstancia. Nuestra vida como civilización también va dando muchas vueltas y leer de qué se trata cada vuelta es una exigencia irrenunciable de nuestro acto. No dar por sentadas nuestras tradiciones, así como tampoco las interpretaciones generalizadas sobre lo nuevo, es una pista orientadora para volver algunas de esas vueltas a nuestro favor que es volverlas a favor de la dignidad de las soluciones subjetivas.
Esta familia que es una, pero enseguida es al-menos-dos y luego varias, a medida que se van sumando personajes y tramas al estilo mexicano de la ciudad del “demasiada gente” se muestra asimismo como una serie de retratos. Literalmente, la serie va acompañada de cambios en el retrato de familia colgado en la casa grande. Pero podemos pensarlos también como Miller (2017) precisa en su texto Retratos de Familia, donde lleva al extremo del dispositivo del pase la puesta-en-escena de aquello que se encuentra en el corazón de toda familia en cualquiera de sus formas: el secreto que la habita. Si toda la serie se trata de una sucesiva revelación de secretos que acompaña al menos por 4 décadas a este grupo de sujetos que hizo familia -y vemos cómo cada uno va haciendo familia a su modo, con algo de ello-, “el” secreto no es del todo nunca revelado por completo, ni siquiera en el final incluso feliz que resuelve los varios cabos sueltos. ¿De qué trata en definitiva ese secreto que hace familia en el inconsciente? El secreto es siempre de goce. Mejor aún, de los malentendidos sobre los diversos goces que se cruzan, se leen, marcan, interpelan, anudan, desconciertan. El malentendido de los goces que funciona como causa sin razón, de las razones que la novela -ésta y todas las novelas familiares-, va a historizar, dándole motivos. “El psicoanálisis tiene una misión: recordar que en tanto experiencia eminente de lo singular, lo más íntimo de la subjetividad nunca podrá ser traducido en términos de saber” (Gorostiza, 2015). Y Caro, a su manera kitsch, nos enseña algo de esto.
Miller redobla la apuesta sobre lo que llama la ingenuidad del pase, con un llamado que nos pone en forma(ción) una y otra vez a los analistas, atentos al riesgo de la ingenuidad a la que el pretender saber puede llevarnos. La última línea es para la Escuela misma, y es un rayo: “come tu Dasein”. Un esfuerzo más, para ser lacanianos.
[1] Manolo Caro, director de cine mexicano, creador de “La casa de las flores” su primera incursión en el género serie de televisión.
[2] Pere Solà Gimferrer, “La casa de las flores” de Netflix no sabemos si es buena o mala, pero sí un vicio, en La Vanguardia versión On Line, 27/08/2018.
 
											
				