ALMODÓVAR: DEL ROJO DE LA PASIÓN AL NEGRO DE SUS ESPEJOS

VILMA COCCOZ
Psicoanalista AME en España
Ese vector lacaniano nos permite deducir el trayecto de una carta, con todo su peso de mensaje y de letra, a fin de reunir los hilos que engarzan las vías de la creación y de la lógica subjetiva.
En un pueblo de la España profunda, en los años 50, se reúnen las vecinas en torno a la única que sabe leer y escribir, ella les lee las cartas de los familiares que se vieron obligados a emigrar y dicta las respuestas a cambio de unas monedas. Un día Pedro, que tiene por entonces ocho años y oficia de escriba, se percata de que la lectura no es fidedigna e interroga a su madre, quien admite sus añadidos y lo invita a la complicidad: ¿Pero has visto, le dice, lo contenta que se ha puesto? Un momento decisivo para el futuro cineasta, una prueba de que la ficción es preferible a la realidad, y una rúbrica al gusto que experimentaba refugiándose en mundos imaginarios ante la incomprensión y el juicio reprobatorio que percibía en la mirada de los demás.
A los 12 años y a raíz de la mudanza de su familia a una ciudad en la que había un cine en la misma calle de su casa, la edificación de su mundo paralelo recibió un impulso definitivo. Desde las grandes divas a las amas de casa americanas, Hollywood era una fuente inagotable de figuras femeninas, anzuelos imaginarios para dejar atrás las de su infancia manchega, goyescas y vestidas de negro, que él escuchaba cuchichear sobre sucesos siniestros y en donde se inauguró la confusión mortal del pozo y el espejo, a partir del suicidio de una mujer: “el agua del pozo, cristalina y oscura a la vez, es el último espejo (…) en el que mirarse antes de morir” (Strauss, 2001, p. 144).
A partir de esa singular topología se irá ejercitando en el dominio de un savoir-faire que va generando la distancia vital entre el hueco y el reflejo al hacerse escuchar; les contaba las películas a sus hermanas, excitándose con su recuerdo al reinventarlas, sus versiones les gustaban a ellas más que el original. Así se fue afianzando su identificación con la madre, a quien consideraba una artista natural.
En la explosión furiosa de colores, en los decorados y vestuarios característicos de su estética neo-barroca y kitsch, la insistencia del color rojo es estridente; cual banda de Moebius, del rojo al negro, entre la pasión y la muerte, el pasaje de la letra sigue el raíl de la metonimia que recorre su peculiar cosmovisión.
Durante los años en que estuvo sometido a la mala educación religiosa, se afianzó su certidumbre de ser un pecador y de abrigar sólo deseos perversos, al tiempo que se impregnaba de la teatralidad que la Iglesia diseñó como proyecto político durante la Contrarreforma, con el fin de delectare et movere las almas de los fieles y donde Lacan nos enseñó a descubrir, en la seducción que ofician tales escopias corporales, que el goce entra en el cuerpo a través de lo imaginario, cuna de la âlmoralidad de Almodóvar.
Al llegar a Madrid con dieciocho años, pudo liberarse en la clandestinidad de la vida nocturna. Comenzó a travestirse, abandonó la escritura en favor del Súper-8 inspirándose en los cómics, cultivando una estética punk y grosera proveniente del underground americano, aunque sin la motivación política del movimiento gay. Durante la proyección de esas películas mudas se colocaba al lado del proyector y hacía la voz de todos los personajes. El éxito de estos espectáculos culminó en su primer largometraje Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (Almodóvar, 1980), que lo catapultaría como ícono postmoderno, héroe del destape y la movida.
Las risas y los excesos permitían ignorar las condiciones en que se estaba fraguando la transición hacia la democracia, a la vez que los efectos de las drogas y de la libertad sexual narcotizaban toda crítica, impulsando su camino individualista y libertario. Artífice del metacine, su fama se consolidó en la época en que, según Miller (2009), la realidad [fue] transformada en fantasma, con la permisividad en el puesto de mando.
Con Laberinto de pasiones (Almodóvar, 1982) su desmesura alcanza el paroxismo: incesto, violación, necrofilia, sadomasoquismo, ninfomanía, escatología… si bien el sentido del goce ha de buscarse en el atentado a los semblantes religiosos, como lo muestra Entre tinieblas (Almodóvar, 1983), con la aparición en el altar, no de la Virgen, sino del objeto de la pasión de la madre superiora del convento de monjas, amante de pecadoras y adicta a la heroína.
A partir de entonces la figura de la madre es nodular en muchas de sus películas, en otras, una referencia esencial, como la escena final de La ley del deseo (Almodóvar, 1987), con la muerte del amante en brazos del amado, imagen de una Pietá laica y destino de la pasión según el teorema que le proporcionó la escritura de Matador (Almodóvar, 1986): la única forma de concebir lo real de la muerte era su erotización.
En ese fantasma se condensa la utopía del deseo, y se traduce en una peculiar estética de las pasiones donde el pathos híperreal sacude el cuerpo, único signo de la castración repudiada en el festín del simulacro: “Cuando filmo el dolor, lo veo casi de manera mística, como si me pusiera de rodillas para rezar ante el altar (…) el dolor me conmueve, es como una religión para mí” (Strauss, 2009, p. 140).
El título (a medias entre pregunta y admiración) ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (Almodóvar, 1984), inaugura la indagación del deseo del Otro a través de una tragicomedia urdida en torno al personaje de una ama de casa de clase obrera. Indiferente a la delicada transición de sus hijos adolescentes (uno trapichea con drogas, el otro se entrega con su consentimiento a un pederasta) ella destila rabia e insatisfacción. Primer retrato de las figuras de “mala madre” —por ser mujer y desear otra cosa— Gloria solo habla con sus vecinas, mujeres solas, una prostituta y una modista, madre de una niña en quien descarga sus frustraciones.
Mujeres al borde de un ataque de nervios (Almodóvar, 1988), una trepidante y conseguida comedia se inicia con la noticia del embarazo de una profesional del doblaje, y de sus vanos intentos por comunicárselo a su pareja, un don juan, también doblador, cuya voz causa la caída en la red de su seducción a una serie que recuerda la de Zorilla: una bailaora flamenca, una monja, una mujer africana, una exesposa, una geisha, una rubia con trenzas, una policía, una majorette norteamericana, una dominatrix, una prostituta.
Pero en Tacones lejanos (Almodóvar, 1991) se inclina decididamente por el melodrama, profundizando en el estrago ocasionado por otra “mala madre” en su hija, quien espera de ella “más substancia que del padre”, según leemos en L’etourdit (Lacan, 2012, p. 489).
En Todo sobre mi madre (Almodóvar, 1999) la Pietá será encarnada por la madre de un joven escritor. La mater dolorosa al sufrir la castración por la muerte del hijo, se convertirá en mater gloriosa al adoptar a un recién nacido, también hijo de Lola y de una monja muerta. La película es dedicada por Almodóvar a todas las madres, a la suya y a todas las personas que han querido serlo, independientemente de su sexo, se puede deducir; no parece un dato menor que uno de sus éxitos musicales durante la movida lleve por título Quiero ser mamá.
En Volver (Almodóvar, 2006) se reitera la temática del perdón de la “mala madre”, culpable por no haber protegido a su hija de su marido infiel e incestuoso, responsable del nacimiento de su nieta.
Dolor y gloria (Almodóvar, 2019) consuma su autoficción. Durante el último diálogo del protagonista con su madre asoma la verdad: —nunca me has aceptado—, le dice él; —has sido un mal hijo, cuando murió tu padre esperaba que me trajeras a vivir contigo—, le dice ella, y le pide que el velo negro cubra su cabeza en el entierro.
Podría haber sido su conclusión, una especie de epitafio, la mala madre deshace el enigma de su deseo. Sin embargo, en su última película Madres paralelas (Almodóvar, 2021), se repite la duplicación. La “mala madre” de una ha muerto por una sobredosis de heroína, la “mala madre” de la adolescente se muestra más interesada por una oportunidad profesional como actriz, que por atender a su hija y a su nieta.
En su relato La ceremonia de los espejos (Almodóvar, 1998), el vampiro confiesa al rector del convento que no existe soledad mayor que la de no sentirte acompañado por tu propia imagen. Por alguna razón incomprensible, a Dios le gustaba negar la existencia de los vampiros; quienes decidieron entonces hurtarle a Él las imágenes de los hombres (hechos a su imagen y semejanza) mordiendo sus gargantas más por odio al espejo que por apetito. El protagonista decidió buscar su propio camino, consiguió franquear la prohibición de entrar en el templo dándose a ver a la mirada omnipotente del que no tiene imagen, y pudo disfrutar de la comunión sagrada al beber la sangre roja (fuente de la vida) que mana de las heridas en las imágenes del Salvador.
Podemos leer en esta figuración gótica el olvido de sí mismo que conlleva erigirse en co-creador de la naturaleza femenina al extraer de las actrices, mediante su voz de director, las escopias donde se inscriben las razones oscuras que las hacen malas madres, completando así la labor de la Creación.
En su primer cortometraje se anunciaba el recorrido de la letra que comanda su acción: Abraham pasea con su hijo, cuando se presenta la nueva bailarina de palacio, fascinado, le pide que baile para él a cambio de darle todo lo que posee. En su danza frenética ella juega con su velo y su túnica insinuando su desnudez, después le pide la cabeza de su hijo para adornar su florero. Isaac huye, pero Salomé reaparece de forma misteriosa, lo hipnotiza, y le trae nuevamente con el padre para cumplir el sacrificio. La voz de Dios se hace oír en la hoguera destinada a tal efecto, impidiendo el acto atroz, y revela que Salomé es una de sus manifestaciones para seducir a los hombres: —Era a mí, a tu único Dios, al que estabas adorando cuando ella bailaba, y a mí a quien ibas a ofrecer, como tremendo holocausto, la cabeza de tu hijo. Le pide que recoja el velo para ser entregado a las mujeres cuando vayan a la iglesia, el mismo que reclama la madre de Almodóvar para su mortaja. El ciclo de la letra no ha cesado de escribirse, el Ser supremo en falsedad dispone de un siervo aplicado.
Referencias:
Lacan, J. (2012) “El atolondradicho” en Otros Escritos. Buenos Aires: Paidós.
Miller, J.-A. (2009). “Una fantasía” en Revista El psicoanálisis. 9. pp. 8-13. Barcelona: Escuela Lacaniana de Psicoanálisis.
Strauss, F. (2001). Conversaciones con Pedro Almodóvar. Madrid: Akal Ediciones.